martes, 31 de enero de 2017

DIAS DE RETOS

Amanecía. Un día cualquiera de un mes cualquiera. Después de una larga noche. Cuatro visitas a cuatro zonas en los arrabales de cualquier ciudad. Lugares a los que nadie quiere ir, a no ser que sea porque su abnegación y su generosidad se lo piden. Lugares, repito, llenos de miseria y de abandono. Chozas, desperdicios, lodos y basura. Poca o ninguna humanidad, para algunos. Para otros, como Pelayo, simplemente poblados con personas humildes y sin recursos.

Porque Pelayo hacía de su trabajo su vida. No, no se dedicaba a los servicios sociales, ni pertenecía a Cáritas, no era bombero ni miembro de ninguna ONG. Era médico. De los de siempre, de ambulatorio, con horarios y con guardias asignadas.
La casualidad le llevó un día a conocer una de esas zonas. De noche y con una lluvia intensa, se perdió conduciendo. Vueltas y vueltas para conseguir llegar de nuevo a la entrada de la autopista. Sin saber cómo, de repente se vio en un camino lleno de baches. Estrecho y, sin posibilidad de girar en el mismo, no tuvo más remedio que seguir para poder encontrar un trecho ancho y poder regresar. Quinientos metros y unas pequeñas luces aparecieron. No eran intensas, así que lo que divisaba eran sólo formas que no supo definir. Curiosidad y alivio le ayudaron a continuar. 
Y ese fue el principio de su nueva vida.

Esa noche conoció la miseria, la tristeza y la pena, aliadas contra seres humanos. El sólo sabía lo que cada día llegaba a su consulta. Gente de todo tipo, sí, de clase media y alguna de clase alta que  aún prefería la sanidad pública a la privada. Pero lo que allí había no era nada de eso. Ni siquiera se le podía llamar "clase baja". Hambrientos, desnutridos, incomunicados, desahuciados de una sociedad que los relegó a ser los miserables apartándolos de todos los estatus sociales. Pero compartieron con él lo poco que tenían, le ayudaron a encontrar el camino...su camino.

Por la mañana, consulta. Por la tarde, se dedicó a volver sobre sus pasos. Y encontró el poblado. A la luz del día, distaba de ser diferente. Seguía lloviendo y todo era humedad. Las casas, aquellas formas que no había definido, eran chabolas a punto de derrumbarse. Las chimeneas, que aún estaban en pie, no funcionaban...hogueras delante de la puerta constituían la única forma de calentarse, claro, cuando no llovía. Hombres, mujeres, niños, ancianos y algún perro también abandonado. Una estampa patética.
Pelayo iba con la intención de dar las gracias por la ayuda recibida. El era así...agradecido. Entabló conversación y pudo  enterarse de que no era el único núcleo habitado en los arrabales de la ciudad. Había muchos más y seguían creciendo, mientras la población urbana seguía ignorándolos y viviendo despreocupadamente. Inmigrantes, refugiados y paisanos. Todos convivían y compartían lo poco que tenían...la nada.

Le dolía el alma. No podía con esta angustia. Decidió aportar un pequeño granito de esperanza entre tanto dolor. Y así fue realizando visitas, curando enfermos, llevando alimentos y ropa de abrigo a cada uno de los grupos que encontraba. Buscó ayudas, encontrando pocas pero valiosas. Lo que no era capaz de realizar de día lo terminaba por las noches. Unió a su causa a cuatro amigos, de los buenos, de los que entienden lo que es estar necesitados.

Y Pelayo convirtió sus días en retos. Por y para los demás. Sus metas eran difíciles de alcanzar pero no imposibles. Sus recompensas...la tierna sonrisa de un niño con un abrigo nuevo o la de un viejo con un pedazo de pan tierno en sus manos...

Mina (31-01-2017)



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